Miguelín

«A la vuelta de la esquina existen realidades que pasan desapercibidas para la mayoría, pero no por ello menos curiosas e interesantes para espíritus inquietos y ávidos de conocer la verdad».


Por el camino en mi dirección aparece Miguelín montado en su vieja scooter con dos bolsas de un conocido supermercado colgadas del manillar.

—¿Dónde vas artista?—, le pregunto.

— Voy a dar una boca que he visto que tiene conejos para un tío que me los compra.

Miguelín es un personaje rudo, pero sencillo, producto de una España que aunque no muy lejana en el tiempo ya nadie quiere recordar, de orígenes humildes, es probablemente el último de la estirpe de los furtivos buenos, aquellos que cazaban para sobrevivir y sacar adelante a su familia, como Tasio, guión magistralmente llevado al cine en 1984 por Montxo Armendáriz, o los personajes de Las ratas, de Miguel Delibes, publicado en 1962.

Cuenta sesenta y cuatro primaveras, analfabeto, su vida desde siempre ha estado ligada la caza de conejos con hurón, ya fuesen terrenos libres o acotados, con permiso o sin él, porque como él dice, «refiero cazar antes que robar», y a estas alturas ya nada le hará cambiar.

Nadie sabe apenas de su pasado, cuenta que estuvo casado, que trabajó en la construcción dos años sin contrato, pero sobre su vida personal es complicado arrancarle una confesión, el caso es que por estos lares apareció un buen día porque alguien le ofreció un pequeño terreno con luz y agua donde improvisar una chabola.

Su vida y su pasión son los hurones, de los que habla con verdadera devoción, pues como él dice son los que le dan de comer, jamás deja «una bicha en una boca».

Se reconoce furtivo ante cualquiera con el que entable conversación, conocido o no, le da igual. Esporádicamente, algunas fincas y los servicios aeroportuarios le proporcionan permisos ocasionales por daños, momento en el que aprovecha para la captura de conejos vivos que posteriormente pone a la venta entre sus contactos para repoblación. Otras veces, cuando la necesidad económica aprieta, vende ejemplares muertos a algún particular para consumo.

La vida de este personaje que parece sacado de una novela de Delibes transcurre diariamente entre la libertad de no tener ataduras y la necesidad de subsistir, cuyo horizonte más lejano no va más allá de mañana y su firme creencia en que no existe otro camino para salir adelante.

Con esta forma de vida tan peculiar, son innumerables las denuncias por caza ilegal y muchas las carreras huyendo de los policías, pero como él dice, «qué me van a quitar si no tengo nada»… Tampoco guarda rencor a los agentes, «hacen su trabajo», reconoce, siempre correcto con ellos en el trato.

Lleva una existencia feliz, no conoce maldad, no busca problemas, siempre sonriente, nunca le faltan detalles con los que él considera sus pocos amigos —entre los que me enorgullezco de estar—, regalos en forma de cosas que encuentra rebuscando entre los contenedores, van desde relojes, sortijas, hasta teléfonos móviles en alguna ocasión. «La gente está loca, no saben lo que tiran». Todos estos descubrimientos son para él su pequeño tesoro, que no duda en compartir.

En un futuro no muy lejano es probable que personajes como Miguelín no sean más que un vago recuerdo, reminiscencia de una España que no volverá, pero mientras tanto, si algún día se lo encuentran por ahí, guárdenle respeto, porque él vive de sus hurones y de la insatisfacción permanente de una sociedad consumista en un tiempo en el que otros muchos dan lecciones de ecologismo de salón, pero viven de subvenciones.

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