Cada cacería tiene su picardía

Mau, mau, palpalá, palpalá!!!!


Acababa yo de estrenar mi primer puesto de trabajo en Mora de Toledo, donde trataba de convencer a mis alumnos de las ventajas de saber idiomas. Recuerdo que les contaba el viejo chiste del perro que persigue al gato y éste, se refugia en un agujero inaccesible para el can. Al cabo de un rato el minino oye maullar a un supuesto congénere a la puerta de su escondrijo y piensa que si hay otro gato fuera es porque el enemigo ya no está… pero cuando asoma la gaita, el perro le echa mano y le dice: «Lo siento amigo pero hoy el que no habla idiomas, no come». Viene este chascarrillo a cuento porque en el tan manido tema de si es ético cazar o no con liga, con cimbel, con red, con reclamo, con visor nocturno, con olores atrayentes, con gasoil, con aceite, con comida, y un largísimo etcétera que podría llevarnos de cabeza, resbalando cuesta abajo y sin frenos hasta los rifles y los tirachinas. Digo que viene a cuento porque ¡¡hay que ver la de cosas que los humanos hemos inventado para llevarnos algo a la boca!! Recuerdo que, al poco de entrar a trabajar en el centro de enseñanza del que hablo, mi mujer y yo invitamos al dueño del colegio y a su esposa a comer. Era un centro privado en el que los alumnos estudiaban desde pequeñitos hasta que salían, los que salían, a la universidad, algunos con más años que yo. Pero bueno, a lo que voy. Les hizo mi recién estrenadita esposa unas codornices escabechadas que estaban para chuparse hasta los codos. Pero no se creía el buen señor que aquellos pajaritos hubieran sido capturados por mí y menos cuando le enseñé mis reclamos, hechos por mi padre con hueso de pata de pollo con su relleno de cera y fuelle de cuero relleno de pelo de crin de caballo. Les daba al matrimonio una risilla «nervioso-cortés» sustitutoria del «menuda tomadura de pelo nos está pegando el amigo» que me hizo retar a mi jefe a que se viniera alguna tarde conmigo para demostrarle la cuestión. Aceptó el hombre encantado y a los dos o tres días nos fuimos a Los Teatinos, una finca de mi amigo Paco Basarán donde abundaban las codornices. Lo primero que hizo fue abrir los ojos como platos al comprobar que un bicho tan pequeño tuviera el vozarrón del que hacían gala y ya, cuando reclamé en la orilla de un camino, contestaron un par de ellas, tendimos la red en un trigo —entonces estaba permitida—, entraron las dos y las capturamos, se le puso cara de tonto y no cerró la boca hasta tres días después. Tanto le gustó el tema que se compró los artificios y se dedicó a «cazar codornices»… mejor dicho, a tratar de hacerlo porque se picó de mala manera, iba de mañana y de tarde, se pegaba el pobre unos madrugones de miedo, volvía de noche con las perneras de los pantalones empapadas de agua pero no era capaz de coger ninguna. Yo le daba alguna «teórica» que otra, pero nada. Se acabó la temporada y, a la siguiente, me pidió que fuera un día con él para ver qué hacía mal… Anduvimos por un camino, cantaron las codornices, empezó a reclamarlas… y… no le di una colleja porque se trataba de quien se trataba —my bread and butter, que dicen los americanos— pero con las ganas me quedé. El tío, en su afán de hacerse oír, le pegaba unos meneos al pito que galleaba de mala manera, le salían graves, agudos, chirridos… un poema. Nos agachamos, pusimos la red, le pedí calma, le indiqué los tiempos, las pausas y, a los cinco minutos, tenía su primera codorniz en las manos. La primera y la última porque la llevó a su casa, tiró los pitos y la red y nunca más volvió a salir.
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