Responsabilidades

Hace un par de semanas la Agencia Nacional de Parques Nacionales (ANPN) de Gabón daba a conocer un dato escalofriante: desde el año 2004 han muerto en Parque Nacional de Minkebe, en el noreste del país, al menos 11.000 elefantes a manos de los furtivos, y la mayoría en los últimos cinco años.


Es pues evidente que estamos ante un problema no solo muy serio, sino que además tiende a agravarse. La información ha sido divulgada por numerosas agencias y es del dominio público. Lo que ya no es tan conocido es que, actualmente, la cuota Cites para la caza del elefante en Gabón es igual a cero, como tampoco es bien conocido que el número de elefantes de Kenia sigue disminuyendo aunque su caza está estrictamente prohibida desde hace décadas. Es —insistimos— del dominio público que los elefantes africanos pierden efectivos a gran velocidad —se habla de más de 30.000 ejemplares muertos por los furtivos cada año—, pero casi nadie sabe, fuera de los círculos de la caza internacional, que antes de la prohibición del comercio de marfil impuesta en 1989 se cazaban elefantes en una treintena de países y que hoy sólo se puede practicar su caza en siete u ocho, en uno de los cuales, Botswana, la caza del elefante se prohibirá el año que viene, y que en otro, Zambia, es muy probable que muy pronto pase algo parecido. No obstante, se sigue culpando a la llamada caza ‘deportiva’ de la extinción de los elefantes y, por extensión, de la fauna salvaje en general, en África y en cualquier lugar del mundo. No es cierto. Lo que pone en peligro a las especies que son o han sido consideradas cinegéticas, no es la caza ni son los cazadores. Es la pobreza y la corrupción (o las guerras intestinas) en los países menos desarrollados, y puede serlo la cerrazón de políticos y administradores empeñados en gestionar los espacios naturales más desde posiciones ideologizadas que con el sentido común, en las zonas más desarrolladas económicamente. ¿En qué lugar del mundo la caza legal y controlada pone en peligro a las especies? Claro que hay funcionarios y cazadores que cometen excesos, y a ellos se les debe aplicar la ley en todo su rigor, que para eso está. Pero si las normas son razonables y se vela por su estricto cumplimiento, ¿de qué manera puede afectar la caza a la conservación de las especies? Solo de una: en su favor. La realidad es contumaz y lo demuestra cada día en cada uno de los cinco continentes, siempre que impere la ley. Y donde no la hay, o no se aplica, que no culpen a los cazadores que hemos llamado ‘deportivos’ de un problema que, muchos nos tememos, solo se podrá resolver de dos maneras: movilizando ejércitos o removiendo unas estructuras sociales tal vez injustas. Es de reseñar, por otra parte, el esfuerzo de autocontrol y de regulación realizado por los propios cazadores, unas veces a título individual, muy loable, y otras colectivamente, seguramente más eficaz. Es el caso de organizaciones como el Grand Slam Ovis Club, que aglutina a un buen número de cazadores amantes de las especies de montaña, cuya actividad se desarrolla en parajes apartados o en países remotos, cuando no ambas cosas. Pensemos en las montañas asiáticas donde habitan especies tan codiciadas como lo son sus majestuosas cabras y sus poderosos carneros, y en donde se caza sin testigos que pudieran resultar incómodos ni otra compañía que la de los guías locales, muchos de los cuales cazaron cientos de esos animales por la carne antes de la llegada de la caza comercial. Lo que hace factible la supervivencia de esas especies es su caza sostenible, que depende a su vez de que la ley establezca unos cupos adecuados, que los funcionarios aseguren su cumplimiento y que los cazadores actúen con responsabilidad. Siendo así, ni siquiera las especies más vulnerables estarán en peligro y los cazadores no llevarán hasta los más alejados territorios otra cosa que un poco de su prosperidad.
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