La guerra del elefante

El elefante africano está en guerra con el hombre, y la va perdiendo. En guerra con la pobreza de unos, la superchería de otros y la codicia de los de siempre.


En ella se implican ejércitos, grupos paramilitares y auténticas mafias, un verdadero drama del que son conscientes gobiernos y poderosos grupos conservacionistas, pero si preguntáramos al hombre de la calle por el problema de los elefantes en África, rápidamente, y casi con total seguridad, nos diría que la culpa la tienen esos millonarios sedientos de sangre que van con sus modernos y poderosos rifles a darles muerte. Por placer. La realidad, los datos de este macabro mercado están al alcance de cualquiera. Es un problema del que, sin ir más lejos, se ha tratado en el último Congreso Mundial de la Conservación celebrado en Jeju y al que The New York Times dedicó un artículo editorial el pasado 11 de septiembre: «Está ocurriendo una horrorosa convergencia: soldados de toda clase matan a los animales, el hampa traslada el marfil y China muestra un apetito insaciable por el contrabando desde la selva». Como ven, pocas palabras son suficientes para comprender la situación. En efecto, está fuera de toda duda que en las matanzas de decenas de miles de elefantes anuales están implicados soldados de los ejércitos de Uganda o el Congo (sus sueldos mensuales rondan los 100 dólares), miembros del Ejército de Resistencia del Señor o de las milicias Janjaweed de Sudán, además de pobres aldeanos de cualquiera de esos países en los que hay elefantes y los 300 dólares que se pagan por kilo de marfil —2.000 una vez en China— son una pequeña fortuna. Tampoco es nuevo decir que el tráfico del marfil está en manos de organizaciones de corte mafioso que quieren controlar un mercado estimado por el Banco Mundial en 70.000 millones de dólares, y contra las que la lucha es ciertamente compleja. El director de Parques Nacionales de Gabón, Lee White, reconoce que su presupuesto se ha multiplicado por 12 en un año, que cuenta con 500 agentes (que pronto serán 1.000) en vez de 100, pero acaba diciendo que no puede evitar la caza ilegal. Pero es el presidente de la World Conservation Society, Cristián Samper, quien pone el dedo en la llaga: «Yo soy colombiano. Y esto me empieza a recordar a la lucha contra las drogas. Por mucha policía que pongas, si la demanda crece nunca vas a poder cerrar las rutas desde África a Asia». Y la demanda crece. Según un experto en el comercio ilegal de especies en Asia, «esos nuevos ricos son gente que se compra un Mercedes, sí. Pero para distinguirse quiere comer una rara tortuga, tonificarse con un extracto de tigre y tener una pieza enorme de marfil en su casa». Según Traffic, desde que hace cinco años un alto funcionario vietnamita divulgara que había superado un cáncer gracias a una cura a base de cuerno de rinoceronte, se disparó la demanda en todo el país y el furtivismo contra los rinocerontes creció un 3.000%. Cuanto se haga en la lucha contra el tráfico de marfil será inútil si no cambia la mentalidad de los países de destino, especialmente China, pero presionar al coloso no debe ser cosa fácil. El ya citado editorial del New York Times, afirma que «lo delicado del asunto es cómo presionar a China. La secretaria de Estado, Hillary Clinton, lo está intentando. Pero el departamento de Estado se ha visto lento en reconocer las posibles implicaciones de la ayuda militar de EE.UU en África, en especial en Uganda, Congo y Sudán». Alta política. También miseria y codicia e ignorancia. Los elefantes empujados al abismo de la extinción en buena parte de África por una guerra sin cuartel, y los cazadores legales que ayudan a mantenerlos allí donde los hay, haciendo uso de apenas 1.600 licencias, como los malos de la película a ojos y a oídos de los desinformados bienpensantes. No es justo.
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