Perdices

Yo no podría empezar un diario de opinión sin hablar de perdices. La perdiz roja tiene por derecho propio un lugar en mi corazón y creo que en el de muchos cazadores. La llamamos reina de la caza menor por el reto deportivo que supone la dificultad de su captura, por sus características gastronómicas, por su reparto en toda la geografía nacional —aunque en las autonomías asturiana, cántabra y vasca tenga capturas nulas o testimoniales— y también porque su caza genera, según los aprovechamientos declarados, alrededor de 240 millones de euros (cuarenta mil millones de pesetas), cantidad a la que no se aproxima la caza de ninguna otra especie española.


La perdiz en los últimos veinticinco años ha pasado de reina de la caza menor a ser el caos cinegético que nos aflige en estos momentos a tantos cazadores que añoramos tiempos pasados de generosidad y bravura perdicera. Hablar actualmente de perdices salvajes, en un momento en que la brava perdiz roja se nos viene abajo, es hablar de una entelequia. Me comentaba un genético que analiza perdices de toda España, que quedan muy pocas islas con perdices genuinas; el resto del territorio está pringado del chapapote granjero. En la mayoría de las regiones del norte de España la perdiz siempre fue escasa, pero brava, y nos hemos resistido a echar perdiz de granja. De Madrid hacia el sur el campo siempre fue generoso en perdices y los negocios cinegéticos no se han resignado a la escasez. Han aliviado la penuria perdicera a base de la llamada peyorativamente «perdiz de bote». En 1980 la producción de perdices de granja en España se estimaba en unas trescientas mil y actualmente se manejan datos de unos seis millones, de las que sólo llegan al día de caza un pequeño porcentaje, porque las bajas son muy elevadas en las repoblaciones. La perdiz de criadero llena el morral, pero se entrega mansueta y no satisface al cazador recio, que busca el reto en la dificultad del lance. La claudicación de la perdiz de granja, sin ninguna resistencia ni rebeldía, infravalora a la caza deportiva y disminuye el estímulo del deportista. Pero, además de mansa, la perdiz de granja, cuando está manejada por inexpertos y criadores poco profesionales, es un gran peligro para la amenazada y escasa perdiz montaraz que fue siempre orgullo de la caza en España. Una perdiz de granja pura y sana, aunque no se adorne de ese atributo singular del valor silvestre de la bravura, es una perdiz admisible que puede ir adquiriendo difidencia si somos capaces de mantenerla viva en el campo el tiempo suficiente como para que, o espabila, o la naturaleza le aplicará inexorablemente la filosofía darwiniana. El grave peligro reside en que al campo se está echando de todo: perdiz criada con ciertas garantías y también mucha morralla, mucha perdiz hibridada, enferma y portando parásitos extraños. Los garantes de la defensa de la biodiversidad: las administraciones públicas, no controlan las granjas, ni las sueltas, y los cazadores tampoco hacemos nada por evitar este bastardeo continuo a la naturaleza. Entre todos estamos acabando con uno de los grandes valores naturales de la fauna española. Esto es así porque la caza es una actividad que en su esencia es incertidumbre y nos pueden vender lo que quieran, que los cazadores, ávidos por colgar perdices, se lo compraremos. La batalla está perdida porque, con carácter general, a los consumidores no nos preocupa otra cosa que el traqueo y el adorno de una percha esplendorosa. Y eso se consigue con poco esfuerzo y suficiente dinero. Me gustaría pensar que aún estamos a tiempo.
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