La elasticidad ilimitada

Cuando trabajamos con las especificaciones mecánicas de algunas piezas, solemos tener presente en sus aplicaciones varios conceptos que afectan a su empleo. Si exponemos una pieza a una determinada carga o tensión, se comporta de muy diferentes maneras en función del material con que esté fabricada y los tratamientos térmicos a los que se la ha sometido. Cuando comenzamos la tensión la pieza se elonga de manera proporcional a la carga que la aplicamos, siempre que ésta no supere un determinado límite, pero si cedemos en la aplicación de la carga la pieza vuelve a su forma y dimensiones originales. Esto se denomina fase elástica.


Si la misma pieza la sometemos a una carga mayor veremos que existe un momento en el que aunque aliviemos la tensión la pieza ya no vuelve a sus dimensiones originales, y se queda deformada de manera permanente. Esto se llama fase plástica y la pieza queda inútil para su función. Si continuásemos aplicando la carga por encima de esta fase plástica, la pieza se rompería. Esa carga que aplicamos cuando hemos provocado la rotura se llama carga de rotura, y aunque hay que tenerla presente en los cálculos, la realmente importante es la que nos define donde está el límite de la fase elástica, porque ese es el límite del uso práctico de la pieza en cuestión. Estos principios mecánicos tan simples son algo que con un poco de imaginación encuentran su homólogo en los principios que rigen la naturaleza y nuestros aprovechamientos sostenibles, y en concreto el uso que de los precintos de corzo se da en algunas sociedades de cazadores. Estamos cansados de ver como una determinada sociedad de cazadores recibe un número, generalmente exiguo para la cantidad de socios que posee, de precintos de corzo. Unos principios sociales mal entendidos y peor aplicados, les lleva a compartir de una manera un tanto curiosa este derecho a la caza del corzo. Se establecen turnos por los que cada cazador porta el precinto uno o varios días por riguroso orden rotativo. Una vez acaba su turno éste lo cede al siguiente y así sucesivamente, en una espiral sin fin que no acaba hasta que la Orden de Vedas correspondiente señala el termino de la temporada. Incluso puede suceder que todos los socios hayan disfrutado de su precinto, y la rueda comience otra vez desde el primero mientras haya tiempo en la temporada. Como es lógico pensar, conocido el espíritu y forma de pensar de estas colectividades, nadie abate oficialmente el corzo, por más que sean muchos a los que se les limpie el polvo de la pellica durante la temporada, y eso sí, con tan sólo un precinto, porque ese sentido social de la asociación interpretaría el hecho de colocarle el precinto a uno de los corzos como un acto insolidario, antisocial y mezquino. Sin embargo, no puede por menos que extrañarme la actitud que rige la filosofía de éstas mismas sociedades cuando de la caza menor se trata si la comparamos con lo expuesto en las líneas anteriores. Lo normal es que se establezca un cupo de piezas por cazador y día, e incluso haya que pasar por una especie de centro de control donde se anotan las capturas individuales o que unos miembros controlen a otros, que se limiten las jornadas hábiles, o el número de cazadores que pueden componer una mano. El horario no suele ser libre y a partir de una determinada hora ya no se puede deambular por el monte, ya que las piezas de caza deben poder tener un descanso ese día y deben poder volver a sus querencias antes de la noche. Tampoco el número de socios es ilimitado, y se suelen colocar bastantes trabas a las nuevas incorporaciones para evitar una presión cinegética excesiva y no digamos nada si del coto del pueblo hablamos, ya que entonces tan sólo un certificado de nacimiento nos facilita el paso… Se suele crear una zona de reserva con acceso totalmente prohibido, y si el número de socios fuese excesivo para el coto, se procedería a establecer equipos a los que se les asigna turnos de caza, para evitar que todos cacen al tiempo el mismo día. No digamos nada de los desvelos que se llevan con los cuidados de majanos, repoblaciones, comederos, bebederos, etc. Pero ¿qué ocurre para poder plantear la caza de forma tan diametralmente opuesta? La verdad es que el asunto merece un estudio sociológico profundo, pero me da que la cosa va por derroteros claros. Por un lado, la caza del corzo es caza mayor, la que siempre ha estado reservada a las clases sociales pudientes, y resulta que ahora este animalito ha venido a facilitar la popularización de la misma. A ver quien es el atrevido que se arriesga a poner algo de cordura en todo ello, arriesgándose a que le tilden de clasista, intervencionista, o señorito trasnochado. Las perdices no se tocan sin un determinado orden y organización, y el que se pase recibe un castañazo en el cogote, pero los corzos son de todos por igual y se aprovechan comunalmente, sin esas limitaciones que nos quieren imponer estos de mentalidad más bien propia de la mitad del siglo pasado, que lo quieren todo para ellos. ¡Faltaría más! Por otro lado, el corzo es un maná llovido del cielo, por el que no hemos hecho nada para tenerlo. Está aquí porque llegó y ya está. ¿Qué quiere que hagamos? Simplemente aprovecharnos de él mientras dure. Si llega un día que se acabe nos da igual. Como vino se fué. Las perdices no, porque llevan toda la vida por aquí y nos ha costado grandes esfuerzos mantenerlas. Para mí que a unos los consideran ajenos, y a las otras propias, muy propias. ¿Tan difícil es atajar estos desmanes y hacer las cosas con un mínimo de racionalidad? Me parece que no. Soluciones hay muchas, pero hay que tener en cuenta que la elasticidad del corzo tiene unos limites, por encima de los cuales superamos la carga de rotura.
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