Carne trémula

Hace poco estuvo en el coto uno de los socios y me contó escandalizado una cosa que le había ocurrido recientemente. Al parecer estuvo buscando un rececho para regalar a un amigo que se jubilaba. Llamó a unos cuantos organizadores hasta que uno le ofreció un rececho de gamo selectivo. Y como su amigo nunca había recechado dicho animal, lo contrató.


Hasta aquí todo normal, lo que extrañó a este socio es que cuando le preguntó al organizador si podía traerse también la carne, el organizador, riéndose, le dijo que creía que sí, pero tenía que preguntarlo. Y cuando mi amigo le pregunta al organizador qué le había hecho tanta gracia, este le responde que «en 40 años de organizador, era la primera vez que un cazador se interesaba por la carne del animal». La verdad que el comentario del organizador dice mucho de por dónde camina la caza en nuestros días y cómo se ha dervirtuado esta.

La caza, desde la prehistoria, era sobre todo una forma de conseguir el sustento de toda la tribu, la caza era un ritual, una ceremonia cuasi mágica, cuyo botín aseguraba su supervivencia, de ahí sin duda su importancia a lo largo de la historia del hombre. Pero en la modernidad, cuando la carne ya no es necesaria para la supervivencia del clan, la caza se convierte, y más si se trata de un rececho, en una aventura personal, en un reto individual donde la carne pierde todo su valor en favor de una vanidad que se mide en función de los cuernos o colmillos del animal abatido. La carne, un puñado de proteínas, se desprecia porque el cazador ya no tiene tribu que alimentar. Ya sólo le queda presumir delante de otros cazadores exhibiendo un trofeo, contra más grande mejor. Cuando hoy el mejor trofeo depende más de grosor de la billetera del cazador que de sus habilidades.

Respecto a esto me acuerdo de la anécdota que me contó otro socio cuando en una feria de caza en la que observaba un magnífico trofeo de vanado se le acerca un imberbe de no más de 16 años, con poderío económico por su pinta y le dice: «Buenos venados, ¿eh? Pues yo ya he matado dos medallas de oro mejor que ese». Mi amigo, indignado por la soberbia del chaval y suponiendo que sendas hazañas habrían tenido lugar en compañía de algún guarda, antes de que papá abonara miles de euros, le soltó; «¿Tú has matado, recechando tú sólo, en un cercado en las afueras de un pueblo, dos gorriones con la escopeta de perdigones? Seguro que no. Yo sí, y eso sí que es para presumir». Dice mi amigo que el púber quedó en silencio y, como apareció, desapareció.

Mi amigo tuvo una infancia rural sin penurias, pero a sus padres no le sobró el dinero. De hecho la primera escopeta de plomos se la compró tras ahorrar todo un verano. Con mucho esfuerzo y sacrificio de sus padres estudió una carrera y económicamente le ha ido bien. Siempre entendió la caza como un reto entre él y la pieza, y él siempre se movió entre piezas escasas y esquivas, y donde cada cacería terminaba con el ritual del reparto de la caza, de la carne, siempre a partes iguales, como un sagrado recuerdo a sus antepasados cazadores.

Recuerdo con nostalgia cómo antes, cuando se popularizaron las monterías, al final de las mismas se descuartizaban los animales abatidos y se repartían a partes iguales entre todos los monteros. Y si se abatía un buen cochino, sí, quien lo mataba se llevaba sus colmillos como recuerdo, pero en un acto natural, desnudo de toda vanidad. Hoy termina la montería, preguntas a tres o cuatro monteros y te sueltan un «no he visto nada», o «dos pepas», o «un cochinete», o «un cochino medalla», y ves a los empleados de una empresa de carnes meter, deprisa y corriendo, todo lo cazado en un camión frigorífico. Nadie quiere carne, pero dan lo que sea por unos colmillos o unas cuernas que no llegan ni a las doce puntas. Son los tiempos, ya lo sé. Pero precisamente, por ser estos tiempos, es más necesario que nunca mantener esa liturgia de la carne, una carne sabrosa y sana, que los cazadores tenemos el privilegio de conseguir y llevar a familiares y amigos.

Ya sé que es un engorro despiezar los animales y que la venta de esa carne quita líos y da, hoy, mucho dinero, sobre todo si hay cervuno, pero igual que cada cazador tiene derecho a llevarse el trofeo, si lo tiene, del animal abatido, otro tendría que tener derecho a llevarse un poco de carne. Ya sé que es un problema, pero ya que la carne se la va a llevar una empresa especializada en este tipo de carnes, que se cambien algunas piezas frescas por carne ya envasada o manufacturada.

«No he visto ni perros, pero me llevé a casa un chorizo de jabalí o una tarrina de paté de ciervo que sólo puede encontrarse por un ojo de la cara en tiendas gourmet. Mis amigos me preguntan cuándo voy otra vez de montería». No es lo mismo que llevarse en una bolsa un poco de lomo o parte sanguinolenta de una pata de ciervo, pero sería la forma moderna de valorizar la carne de caza, presumir como cazadores de tener acceso a la carne más sabrosa y sana —nadie puede criticar que se coma sano— y honrar la memoria de nuestros antepasados.

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