La caza, prohibida

Hoy, después de escuchar en la radio las barbaridades que ha dicho un animalista en contra de la caza, mi mente ha volado como una paloma y me he imaginado que, como quieren ciertas personas, se prohíbe la caza. Pero ¿qué consecuencias tendría esta medida? Ahí va mi relato.


2040. Los animalistas ganan las elecciones y quieren conseguir lo que siempre han ansiado y una de sus principales promesas electorales: prohibir la caza deportiva.

Para ello, después de un año de una feroz campaña estatal en contra de la caza, se celebró el referéndum caza sí o caza no. Ganó el no y desde el 2041 no se puede cazar en España.

Pero antes del fatídico referéndum, el gobierno decretó el levantamiento de todas las mallas cinegéticas, que permitía gestionar las fincas de caza mayor. El Gobierno no pensó las consecuencias, quizá porque en el fondo lo que querían era fastidiar a los propietarios rurales. Las reses escaparon de sus fincas y poco a poco se fueron concentrando donde había comida, esto es zonas llanas donde abundaba el cereal. Las nuevas plantaciones de naranjos y otros cultivos más de moda, también sucumbieron al hambre de ciervos, gamos, muflones y jabalíes. Los agricultores se quejaron amargamente y el gobierno tuvo que indemnizarlos, pero se les exigió que a partir de ahora protegiesen sus siembras con malla cinegética y/o pastores eléctricos, y dieron ayudas para ello. Los propietarios rurales dieron salida a muchas de sus mallas.

Por otro lado el Gobierno, viendo la cantidad de reses que invadían y arrasaban zonas de cultivo y que los accidentes en carretera se habían multiplicado por cuatro decidió crear una guardería especializada en el control de fauna. Les llamaron eufemísticamente «cuadrillas para el control de fauna», pero en verdad eran cuadrillas de descaste y exterminio que mataban reses por doquier. Y durante un año antes de la prohibición de la caza, estas cuadrillas a sueldo, se dedicaron a matar animales por doquier, pero eso no era cazar por placer, sino por razones «biológicas». La caza deportiva se había prohibido y eso era lo importante. Y tras el verano, un agosto económico para muchos pueblos de España, llegó el otoño y el invierno, el frío y la lluvia, y muchos municipios de la España más rural, al haberse prohibido la caza, se quedaron sin visitantes: las gasolineras se quejaban, muchas casas rurales y restaurantes cerraron ante la falta de clientes, los perreros de la zona, como ya no podían montear, vendían sus perros a precios de saldo, pero ni por esas, y optaron por quedárselos esperando tiempos mejores. Las empresas de armas y accesorios también cerraron. Y las armerías.

El sector se quejaba amargamente, pero ahora gobernaban unos fanáticos que nada querían saber de la caza. Y así trascurrió el primer año, con presiones y criticas por doquier, mientras que las cuadrillas de descaste actuaban con contundencia, pero eso no era caza, no se mataba por placer sino por necesidad. Era un mal menor que apenas trascendía a las mayoritarias clases urbanas. Lo importante es que habían prohibido la caza.

Pero llegó otra primavera, otra paridera, otra explosión de vida. Fueras por donde fueras, tanto en zonas agrícolas como más montunas, veías reses, sobre todo ciervos. El mundo urbano estaba encantado con tanta fauna y no escuchar un tiro. Ahora podían pasear por cualquier sitio sin peligro y felices de que nadie podía matar ya a sus queridos animales. Ante esta cantidad de reses, que las cuadrillas exterminadoras no podían controlar, sobre todo los cochinos, teniendo que recurrir a más de una rehala, que ahora se vengaba pidiendo lo que antes les daban en 5 monterías, algunos grupos ecologistas, ahora muy potentes, propusieron introducir el lobo allí donde había desaparecido, con el fin de controlar el exceso de población. Y así se hizo, y el lobo comenzó a verse otra vez por toda España.

La euforia ecologista y animalista fue muy grande y se vendió la medida como la solución natural al problema, medida que aplaudieron de nuevo los urbanitas. Pero como siempre es más fácil capturar una oveja que una pieza de caza mayor, sobre todo cuando aprieta el invierno y ya no hay crías, los ganaderos extensivos empezaron a tener muchos ataques a su ganado y algunos fueron dejando el oficio y abandonando sus pueblos, buscando otros trabajos en las ciudades. Se produjo un nuevo éxodo rural. Los pueblos más auténticos y pequeños, sin caza, ganadería ni agricultura, fueron desapareciendo. El Gobierno parecía molesto, pero en el fondo se alegraba porque la siguiente generación sería más urbanita aún, más animalista, y creyeron que eso les favorecía.

Además el Gobierno pensó en un plan para rentabilizar el mundo rural al margen de la caza, y una agricultura y ganadería, que si bien eran poco rentables, permitía que la gente sobreviviera sin tener que abandonar su pueblo.

Se les ocurrió convertir el campo español es una especie de parque temático al que el creciente mundo urbano fuera a pasar el fin de semana en cómodas casas rurales, llenara otra vez los restaurantes e hiciera rutas para ver animales en plena naturaleza.

Se hizo una fuerte inversión y se invitó a muchas fincas, antes cotos, a sumarse a la iniciativa y cobraran por ello una pequeña cantidad. Pero muy pocos propietarios consintieron que por cuatro euros sus fincas se llenasen de gente. La pérdida de tranquilidad es mucho más cara. Al olor de las subvenciones nacieron un montón de empresas urbanitas que ofrecían estos servicios. Al principio, y gracias a las subvenciones y la novedad, muchos urbanitas se sumaron a la iniciativa, pero al poco tiempo, los pueblos más cercanos a las grandes ciudades eran los únicos que seguían recibiendo gente, mientras que otros más alejados siguieron despoblándose sin solución. Y es que los cazadores eran los únicos que acudían a esos pueblos alejados sin «ningún encanto», atraídos quizá por una caza más salvaje y natural.

Las que no paraban de crecer eran las empresas cinegéticas internacionales, que dada la oferta existente, fueron reduciendo sus precios. Todo el norte de África y el sur de Francia, se convirtieron en el coto de los españoles, a pesar de las trabas que ponía el Gobierno español para que sus ciudadanos no se fueran a cazar a otros países. Le fastidiaba que la caza, prohibida por fin en España, la siguieran practicando en otros países, sobre todo gente joven. Como primera medida endureció el permiso de armas, que sólo se concedía para tirar al plato, y había que aprobar un examen psicofísico, que hasta Superman y Einstein tendrían problemas para superarlo.

Pero las autoridades africanas, que conocían este problema y no querían renunciar a este nuevo negocio, hacían la vista gorda, y con sólo presentar un antiguo permiso de armas, o superar una pequeña prueba que demostraba el manejo del arma, la propia empresa cinegética de allí, te alquilaba la escopeta. La caza mayor si se la cargaron porque nadie podía importar sus trofeos.

Muchas fincas de caza, antes rentables por la caza, se reconvirtieron. Las que pudieron desmontaron sus manchas y sembraron cultivos intensivos como naranjos y viñas. Otras se abandonaron, convirtiéndose, en sólo dos años, en un montarral que favorecía los incendios forestales, que se multiplicaron.

El campo español, sin agricultura, ganadería extensiva y prohibida la caza, se fue abandonando y convirtiendo en un impenetrable matorral sin rentabilidad ninguna.

Poco a poco, del propio mundo urbano, fue naciendo un joven movimiento que fue comprobando, con estudios y estadísticas, que la caza no era tan mala. Que gracias a ella, las fincas eran rentables, se cuidaban y generaban riqueza, más biodiversidad y muchos puestos de trabajo. Que además, la caza era la actividad que mejor conservaba la naturaleza, porque entre otras cosas descartaba por ejemplo cultivos alternativos intensivos u otros usos económicos de la tierra que no ayudaban a la conservación.

Poco a poco este movimiento y la presión de agricultores, ganaderos y la industria del ocio, fue calando en este gobierno, que se fue moderando, hasta que un día, su ministro de Bienestar Animal, anunció tibiamente y con mucha verborrea, que en determinadas circunstancias, la caza deportiva iba a volver a autorizarse. La noticia por sí misma provocó un tsunami de inversiones en el mundo rural que el propio Gobierno no se podía creer. Han pasado cinco años y la caza sigue practicándose en toda España y ahora tiene grandes defensores entre los animalistas, aunque los más radicales siguen criticando ese «instinto asesino» de algunos hombres y mujeres. Por otro lado quienes investigan el cerebro humano, patrocinado por asociaciones cinegéticas de todo el mundo, buscan con ahínco el gen cazador, heredado de nuestros ancestros, que al parecer tienen algunas personas y que les empuja a cazar a pesar de las muchas trabas que se les ponen.

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