La Declaración de Londres

Los gobiernos de una cuarentena de países se han comprometido a adoptar medidas contra el furtivismo fuera de control que pesa últimamente sobre determinadas especies, y muy en especial sobre el elefante africano y el rinoceronte.


Entre otras cosas, aseguran estar de acuerdo en considerarlo «delito grave» para poder actuar y castigar con más contundencia a los responsables del tráfico ilegal de especies. También hay consenso en poner freno a la adquisición por parte de sus gobiernos de productos derivados de las especies en peligro de extinción, y en apoyar la prohibición del comercio internacional de marfil. Es la llamada Declaración de Londres, que pone voz a la reunión de expertos y políticos de diferentes países, auspiciada por el gobierno británico, que se celebró a mediados del pasado mes de febrero y que sus convocantes se apresuraron a calificar de exitosa. Y muy probablemente lo ha sido. William Hague, secretario de Relaciones Exteriores del Reino Unido, habló de «conferencia histórica y un punto de inflexión» y añadió: «Creo que hoy hemos empezado a cambiar la marea…». Ojalá sea cierto. Por lo pronto, el principal reto de los organizadores era probablemente sentar en la misma mesa a los representantes de los países que padecen la caza furtiva y a los de los países consumidores de marfil y polvo de cuerno de rino. Y lo lograron. Junto a los jefes de Estado de países como Botswana, Chad, Gabón o Tanzania, acudieron el viceministro de Bosques de China y el de Agricultura de Vietnam, quienes (aunque de menor rango) mostraron una actitud constructiva. Ahora solo hace falta llevar a la práctica lo acordado en el papel. Es decir, aplicar soluciones a un problema atacando las causas que lo generan. El problema es conocido: bandas armadas y organizadas al servicio de estructuras de corte mafioso masacran especies protegidas de enorme valor comercial. Entre las causas podríamos citar el atraso y la corrupción rampante en algunos países de origen, y el afán de lujo emergente o la superchería tradicional en los países de destino. Y en medio la pobreza de unos y la falta de escrúpulos y la codicia de otros. ¿Soluciones? Esa es la gran pregunta. Enfrentarse al furtivismo con sus mismas armas, es decir, a tiros, como ya se viene haciendo con mayor o menor intensidad, podrá servir de manera puntual, pero no es la solución. Por el contrario, alimenta una espiral de violencia que lo único que consigue es acabar con la vida de unos cuantos miserables y, si acaso, elevar los magros honorarios de esos ejecutores de elefantes y rinos, e invitar a los verdaderos capos del negocio a elevar los precios en destino. África es, además, demasiado grande y demasiado rural como para ejercer un control armado eficaz. Mientras exista fuerte demanda en determinados países, tanta como para justificar unos precios desorbitados del marfil y el polvo de cuerno de rinoceronte, no habrá balas suficientes para acabar con el drama del furtivismo, y menos en un continente donde la vida vale poco y mil dólares son una pequeña fortuna. Las soluciones tendrán que llegar por la vía de la política a muy corto, corto y medio plazo, fundamentalmente en los países receptores, impidiendo y sancionando la venta y el uso de los objetos y sustancias a los que nos referimos, y por el del desarrollo y la educación, a más años vista, en la mayor parte de los países involucrados. Y que los recalcitrantes enemigos de la caza responsable y controlada dejen de hacer demagogia barata. Que estemos a tiempo de evitar el desastre depende —sobre todo— de la decencia y la voluntad política de unos pocos centenares de hombres. ¿Lo lograremos? Garantizar la supervivencia de unos portentosos animales tiene que anteponerse a tan errados, espurios y turbios intereses.
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