Carambola de liebres

Empieza un nuevo año y los cazadores siguen en la brecha, unos como es normal con mejores resultados que otros. Y es que la suerte esa que siempre hay que buscarla, al parecer es más esquiva con los que no sudan la camiseta. Al menos eso es lo que se deduce de los resultados.


Es el caso de Juanito, el famoso tornillero de Berriz, cazador al que se le profesa la más rencorosa de las envidias cinegéticas. Y es que haga el tiempo que haga, salga tarde o temprano, siempre vuelve con el morral a rebosar, al menos eso es lo que cuenta. Una verdadera humillación para sus compañeros. ¿Cómo lo haces?, le preguntan una y otra vez. «Nada especial, constancia y poco más». Sin embargo, respondió, «un día sí tuve un poco de fortuna, no mucha». «Cuenta, cuenta,» le dijeron sus compañeros. «Una mañana al amanecer salí de caza, todavía se veían en el cielo algunas estrellas, al tiempo que apuntaba el primer vislumbre del alba. Llevaba bien provista la cartuchera, me acompañaba mi perra Ágata y pesaba sobre mis espaldas un morral repleto de suculenta comida. Cuando llegamos al monte ya el sol besaba todas las cosas. Comenzamos pronto nuestra tarea. Toda la mañana se me pasó subiendo y bajando, rodeando barrancos, salvando arroyos y disparando a un sin fin de piezas, pero con tan mala fortuna que no cobré ninguna. Aspeado y deshecho, me senté a comer junto a una fuente con gran satisfacción de Ágata. Después de comerme un par de bocatas y de fumarme otros tantos pitillos enseguida reanudé la tarea. ¡Qué día más desastroso! ¡Qué mala uva se apoderó de mí cuando gasté mi último cartucho!… Aquello no me había pasado nunca. Ciego de rabia tiré la escopeta a un matojo, la recuperé enseguida y ahuyenté a la pobre Ágata a voces y pedradas». Al llegar aquí Juanito hizo una pausa, se echó otro trago de pacharán y encendió un pitillo. Luego prosiguió su relato: «me quedé solo en el monte, recostado en una encina, triste, profundamente disgustado conmigo mismo… Como un sonámbulo, casi sin darme cuenta de lo que hacía emprendí el regreso al pueblo… Comenzaba a caer la tarde. Llegaba al alto de una ladera cuando he aquí que a poco más de un metro de distancia vi un objeto que me dejó parado de estupor… ¡Una liebre, era una hermosa liebre encamada! ¡Figuraos mi emoción!… Sin mover los pies y sin apartar la vista de ella me agaché para coger cualquier cosa y tirársela… ¡Que no se me espante! Agarré al fin no sé qué y lo arrojé contra la liebre con toda mi fuerza… El animalito se quedó seco. ¡Vaya chiripa! pensé yo para mis adentros ¡Qué casualidad!… Me acerqué a cobrar la pieza pero, ¿qué creéis que encontré? Os vais a quedar de piedra… como yo… lo mismito que yo». «No caemos qué podrá ser», le dijo uno de los contertulios. «Pero cuenta… cuenta…». «Pues… encontré dos liebres muertas…». Después de un momento de profundo estupor, uno le dijo: «¿es que estaba de parto la liebre?» «¡Quiá!», exclamó triunfal Juanito. «Es que como al agacharme no miré lo que cogía atrapé otra liebre sin darme cuenta y la utilicé como proyectil». Cosas del tornillero. Felicidades compañeros.
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