Una persona incondicional

Difícil no caer rendido a sus virtudes desde el primer día. Es de esas personas buenas por naturaleza, de las pocas que te encuentras en la vida, que lo da todo desde el primer momento sin pedir nada ni esperar nada a cambio.


Nos conocimos como no quiere la cosa un día de montería en un lugar perdido de Guadalajara y un frio del carajo. Anteriormente habíamos hablado, pero no nos habíamos visto nunca en persona. Aún recuerdo su apretón de manos, un apretón de esos de verdad, de lo que te dicen sin hablar «aquí estoy y lo que necesites de mí solo tienes que decírmelo». Desde ese mismo día hemos compartido muchas jornadas de caza, donde lo menos importante era el resultado final de la percha, pero hoy me quiero centrar en lo vivido junto a él los últimos meses.

Todo empezó como quien no quiere la cosa (algo que se ha convertido en algo habitual entre nosotros), la pantalla de mi móvil se encendió una mañana de esas de trabajo que lo único que te anima es pensar cuando saldrás al campo. José La Gacela se podía ver en este invento infernal, una sonrisa tonta se me escapó y un pensamiento —este está enfermo, llamándome a las 8:30 de la mañana entre diario…—. Como siempre al descolgar el teléfono fue un torbellino de energía, sus palabras se empujaban unas a otras pareciendo cuando en el colegio le decíamos al profe una lección mal aprendía, solo las pude ordenar en cuanto escuché: «ya tenemos los permisos».

Por fin ya eran nuestros los permisos para las esperas, llevaba José trabajando en ello un montón de tiempo y, sobre todo, dejándose su saber en la preparación de la finca, estaba como un niño con zapatos nuevos, ya no sabía si hablaba con mi amigo o con mi hijo. Sin más opción ya tenía preparada nuestra primera tarde noche de aguardo, el que susurra a los cochinos ya tenía programado hasta el mínimo detalle y yo con mil ilusiones puestas en esta finca. Parece mentira cómo una mierda de día en el trabajo puede cambiar de golpe con algo tan sencillo.

Pues ya estamos al lío, montado en mi coche camino de Ávila, imaginado el lance de mi vida contra el gran macareno, pensando cómo entraría, cuántas vueltas daría antes de cumplir en la plaza, rezando en silencio para que el aire fuera mi aliado en esta batalla, y sin darme cuenta mi coche ya cogía la calle de San Roque y se paraba en el número 8, delante de La Armería La Gacela, el negocio que José abrió en plena crisis enfrentándose a todas las crueles inclemencias que nos ha tocado vivir a los españoles.

No dio ni tiempo a que cerrara la puerta, cuando su abrazo de amigo me hacía saber que estaba en casa y con la misma fuerza que me abrazó, me separó: «¿Dónde está tu hijo? Que sea la última vez que vienes sin él». La verdad que se me hace raro salir al campo sin él, pero los últimos exámenes le tenían absorbido. Sin más dilaciones entramos en su querida armería, donde una vez más se me iban los ojos a todo lo bueno que tiene, me pasa siempre que voy, es un pequeño oasis para los amanes de la caza y la pesca en Ávila.

No tardamos mucho en poner rumbo a la finca y, en ese espacio de tiempo, ya me había instruido en todos los pormenores de lo que me sucedería esa tarde/noche… y una vez más, no se confundía.

Me llevó directo al puesto que me había preparado, un sitio precioso. Por la derecha, una dehesa de encinar, por detrás, al igual que delante y a la derecha, un semimonte de encinas y jaras, me indicó donde estaba el cebadero y por donde podían entrar los cochinos, «por todos los sitios», a lo que le conteste que si era andaluz.

Y ahí estaba yo, en el campo, listo para cazar una de las modalidades que más me gustan. Comprobé la postura, coloqué como siempre todos mis trastos para tenerlos a mano sin hacer ruido, y no llevaba ni media hora en el puesto cuando escuché como si fuera una estampida. Gire mi cabeza hacia donde escuchaba el ruido y me quede sin palabras… más de 20 cochinos de todos los tamaños pasaban a escasos metros de mí, a plena luz del día y sin inmutarse de que estaba allí, directo al trabajo de tantos meses de mi amigo José. Estuvieron más de 30 minutos comiendo, peleándose, corriendo y yo solo podía disfrutar con mis prismáticos, ya que nada de lo que me entró era de mi gusto, pero ¡joder que felicidad!, y sin apretar el gatillo.

De repente, un bufido hizo que corrieran como alma que lleva el diablo, «ya les he dado el aire», pero no, otra piara de 10 cochinos se hacían los amos del cebadero. Estos ya eran más grandes, los observé uno a uno hasta que en mis prismáticos apareció él, el colmillos. Como siempre en estas cosas, el corazón se puso a mil y el miedo me entró en el cuerpo pensando que, o me relajaba, o escucharían el latir de mi corazón. Apoyé mi rifle y observé con el visor.

Cacho cabrón, no hacía más que taparse entre el resto de la piara, lo que complicaba el lance, ya que no quería abatir ningún otro, sólo a él. La paciencia es una virtud en la caza, pero más en las esperas. Le seguía con el visor y, de repente, el instinto que tenemos los cazadores me hizo cambiar la dirección de mi rifle y, en ese instante, se cruzó donde apuntaba en ese momento, mi dedo apretó el gatillo, cayó sin saber de dónde vino, ni se movió, y yo tampoco pude hacerlo, siempre me quedo unos segundos bloqueado en esos momentos.

Sólo me sacó de ese momento mágico la vibración del móvil, «¡ole! ese es mi amigo». No sé porqué, pero no me da nunca opción al fallo, y otro mensaje más: «ni te muevas que es pronto y te entrara otro». Y así fue, a la hora y media hicieron acto de presencia tres cochinos más y el cara cortá, un macho viejo de esos que imponen, que te dejan sin respiración y las piernas temblando en cuanto lo ves.

Ya estábamos casi a oscuras bailando, en ese momento que se unen en un uno, pieza y cazador, le tenía en mi visor, respiraba lentamente para amoldar el ritmo al tiro, cuando sus ojos se clavaron en mí y mi dedo apretaba el gatillo. Mi tiro no fue certero, ya que en el último segundo me vio y emprendió la huida, estaba herido, pero no podía evaluar a qué nivel. Me maldije mil veces por herir al cochino y otra vez la pantalla del móvil se encendió, era José de nuevo, preguntando. Le explique lo ocurrido y apareció en mi puesto en nada de tiempo, le pregunte qué vio él y me dijo que la cháchara, para después. Fuimos al tiro y había sangre. Pisteamos al bicho en la oscuridad hasta llegar a la finca del vecino, no podíamos seguir.

«Mañana iré yo», me dijo, y volví a preguntarle por su noche, a lo que se limitó a sacar su móvil y reír. Había grabado a varios cochinos que cualquier otro hubiera puesto patas arriba, y solo se limito a decir: «no hace falta disparar para disfrutar del campo, ya llegara el mío». Sí señores, este es Don José, el dueño de Armería La Gacela.

El primer cochino resultó precioso, y el segundo lo encontró José, por los buitres y, como es tan buena gente, le dejaron entrar a la finca a buscarlo.

Esto solo fue el primer día, si tuviera que contar el resto durante dos meses me quedaría sin dedos para escribir y vosotros, mis amigos, sin vista para leer, pero prometo que contaré más cosas de la caza en esta finca y, sobre todo, deciros que, si podéis, conozcáis a José, no os defraudará.

Os dejo la receta que preparé con los lomos del primer cochino…

Pipiotas de jabalí en salsa de setas

Ingredientes (para 4 personas)

1 kilogramo de carne de jabalí (preferiblemente pierna)
8 hojas grandes de repollo
1/2 cebolla
3 dientes de ajo
1/2 pimiento verde
1/2 pimiento rojo
1 tomate
300 gramos de setas
1 vaso de vino blanco
Tomillo al gusto
Sal al gusto
Romero al gusto
Aceite de oliva.

Elaboración

Ponemos agua en una olla para cocer con sal.

Mientras tanto, hacemos la carne de jabalí, carne picada.

Picamos toda la verdura muy fina.

En una sartén con aceite de oliva, rehogamos la mitad de las verduras y cuando empiece a estar pochada, rehogamos la carne de jabalí.

Aderezamos con las especies y sal (se puede añadir también un poco de pimienta rosa).

Cuando esté el agua hirviendo, introducimos las hojas de repollo, dejándolas cocer aproximadamente 4 minutos. Las sacamos del agua escurriéndolas muy bien, y dejamos enfriar.

A la carne de jabalí, le añadimos un poquito de tomate frito para que quede más jugoso (no debe quedar liquido).

En un cazo, ponemos aceite de oliva y una vez caliente, incorporamos el resto de verduras y las setas. Una vez pochadas, añadimos dos cucharadas soperas de harina. Rehogamos y añadimos el vaso de vino blanco sin dejar de remover para que no queden grumos. Si vemos que queda muy espeso, se puede añadir caldo de verdura o agua.

Salpimentamos y dejamos cocer durante 10 minutos. Trituramos y colamos.

Rellenamos las hojas de repollo con nuestra pasta de carne de jabalí, situando la carne en el centro, tapando los extremos haciendo un rulo.

Los introducimos en nuestra salsa colada, colocando el pliegue del envoltorio en la parte de abajo, para que no se deshagan los rulos, dejando cocer durante 3 o 4 minutos.

Rectificamos de sal y listo para emplatar.

¡Que aproveche!

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