Controles de alcoholemia

El que suscribe es amante del vino, sobre todo del vino con alma. Saben mis amigos que el regalo que más agradezco es el vino y si me parece bueno: mejor aún, entre otras razones, porque estoy muy de acuerdo con quien dijo que «las gentes beben lo que se merecen». Pero no se inhiban ustedes conmigo, amigos lectores, porque no soy experto, ni me refugio tras las etiquetas y acepto como bueno cualquier vino que usted me pudiera mandar de buen corazón.


Dicho lo anterior, para evitar maniqueos, me voy a meter en un asunto que me preocupa: lo que bebemos antes de cazar. Hace un par de años asistí a una montería lejos de mi tierra en la que daban un desayuno previo al aire libre, con migas y café, en medio de la finca. «El licor no entra», rezaba en un cartel. Se refería que había que pagar los chupitos a razón de uno o tres euros, según fuera orujo, anís o wisky. Dijeron que la montería era para sesenta puestos y al final de aquella prolongada espera mañanera, justificada por el sorteo y prolegómenos, vi los cascos y había diez botellas de licor vaciadas en las dos horas y pico que duró aquella antesala de la cacería. No conté el número de participantes para poder aseverar ahora con certeza la ingesta media pero, en el mejor de los casos, consumimos a razón de 100 a 125 c. c. de licor. Desconozco si ese volumen provoca en algunas personas comportamientos indeseables a la hora de afinar la puntería, pero en ningún caso beneficia ni da mejores reflejos, aunque dé euforia y quite la timidez. Tampoco creo que esa cantidad acarree para nadie trastornos sicóticos, a pesar de que alguien habría libado la parte que correspondería a los abstemios; que los había. Yo no me percaté de ningún comportamiento extraño, aunque había alguna cuadrilla que no se separó en todo el tiempo de la improvisada barra. Las citas mañaneras para las batidas o monterías, que se dan en todas las latitudes, se hacen en el bar del lugar o en alguno cercano, que es un sitio más amable y propio para el sorteo que a la intemperie en medio del monte. Y se cita a los cazadores tres horas antes. Previamente, los que han de desplazarse, que son la mayoría, habrán quedado en los bares o churrerías del camino o de la ciudad de origen, porque son los únicos espacios cálidos abiertos. Después de dos o tres cafés y ante las interminables esperas hasta que te toman los datos, se hace el sorteo, o te conducen al puesto, quien más y quien menos, pide algo suave o si es hombre montaraz, algún licor más recio. Ya sé que no obligan a tomar chupitos a nadie y que muchos no pasan del agua o el café. Pero la oferta y el lugar invitan a los dispuestos. Esto de las reuniones dos o tres horas antes de salir hacia el puesto es algo a lo que nos están acostumbrando organizadores con pocos escrúpulos para con los cazadores y lo aceptamos sumisamente, como si formara parte de la liturgia montera, cuando es una falta de educación y consideración con nosotros por parte del que nos cobra y organiza. Nos citan siempre, exageradamente pronto, con la misma excusa: es que queremos empezar rápido, para acabar pronto. Qué falta de respeto, mentir tan descaradamente. Si la cosa de salir se alarga almuerzan los rehaleros, porque luego les dan las tantas recogiendo. Más de una cuadrilla se anima y empieza también el almuerzo, porque hasta las cinco no comemos. Aunque algunos lo hacen con agua, generalmente almorzamos con vino. No quiero poner excesiva alarma. Debo aclarar que no he visto a nadie, en todos estos treinta años de quedadas a las ocho para salir al puesto a las once, en una situación previa que pudiera entrañar peligro o recomendara protegerse tras la encina, cuerpo a tierra o mandarle a casa para que durmiera. Pero he pensado muchas veces en estas situaciones y en lo mal que les sienta a algunos, incluso una toma prudente de cualquier bebida. Aunque sé que a estas alturas algún lector estará despotricando contra esto que escribo, prefiero comentar lo que es sobradamente conocido, antes que estarlo dando vueltas en la cabeza. No tengo constancia en estos años de que haya habido algún accidente de caza derivado del estado de sobriedad del causante, ni Dios lo quiera. Tampoco que hayan hecho control de alcoholemia tras un accidente de caza. Escribí en una revista (Los peligros de la Caza, FEDERCAZA Nº 253.-Enero 2007), «que sería muy conveniente observar ciertas pautas para que no ocurra esa sangría que suponen los casi 2.600 siniestros, con una media de veinte muertos, que se producen cada año por la caza». Cuando lo escribí, me pasó por la mente las mañanas de espera montera y pensé, no digo nada porque parece que es alarmar y poner en alerta al enemigo. Alguno me dirá que la ingesta es más peligrosa si la hace quien ha de atender un parto o conducir un autocar. Pues tampoco, pero ¿se figuran el trato que darían a la noticia si a la desgracia irreparable hay que sumar que el cazador, que tuvo la mala suerte concatenada de producir el siniestro, da positivo en un control de alcoholemia? Para echarse a temblar.
Comparte este artículo

Publicidad