Reconocer los pecados familiares

En los gremios hay representantes de todos los comportamientos posibles, aunque los que resulten malvados se ocultan entre los afines con sigilo franciscano. Los cazadores, agricultores, ganaderos y ecologistas, entre otros —cuatro nóminas de usuarios de la naturaleza como zona de disfrute o aprovechamiento común— somos capaces de secuestrar sentimientos públicos para no presentar el flanco débil a los demás. Pero tienen que reconocernos todos que los cazadores no actuamos a cencerros tapados y hemos criminalizado, con carácter general, a quien se sale de la norma o de la linde legal que, dicho sea de paso, son más estrechas en la caza que para otros oficios.


Somos, sin duda, menos permisivos y alcahuetes que otros grupos y estamos menos dispuestos que nadie a perdonar a los que dañan la imagen del común. Hemos purgado a los que ignoran la ley y para diferenciarlos explícitamente ya no los denominamos cazadores, los llamamos furtivos. Los distinguimos con esa palabra cuya semántica define a las personas que actúan a escondidas, ocultos y de manera subrepticia para cazar, pescar o hacer leña en finca ajena. La acepción tiene en los ámbitos cinegéticos una carga de intención que estigmatiza a quien la lleva, sin que fuera del gremio tenga tanta carga peyorativa como entre nosotros. Los cazadores consideramos sin ninguna piedad al furtivo, del latín furtivus: ladrón, cauteloso o escondido; expresiones que distinguen perfectamente la anécdota puntual del escopetero de trabucazo clandestino, de la actitud habitual de miles de cazadores respetables. No pueden decir eso mismo los ecologistas, agricultores o ganaderos, entre los que tenemos a excelentes colaboradores y buenos custodios de la naturaleza, pero también mucho personaje capaz de insanos comportamientos y actitudes bestiales, tantos, o más, que los de la escopeta negra. Y no voy a poner ejemplos, porque todos tendréis alguno. Pero los malvados en esos gremios son sólo: malos ecologistas, agricultores o ganaderos, sin nombre específico para distinguirlos. Y eso es así porque los colectivos son demasiado gremialistas y amparan comportamientos execrables que ya no consentimos muchos cazadores entre los nuestros. No estaría mal terminar con el celestineo fraternal de esos otros grupos y definir concretando para apartar grano de cizaña, como hemos hecho los cazadores. Y este alcahueteo es mucho mayor aún dentro del carácter gremial de periodistas, médicos, jueces, políticos del mismo palo, o carpinteros de ribera —me da lo mismo—, que nunca reconocerán que estuvo mal seleccionado el chopo que eligió el compañero. La historia de la caza habla de cazadores y a la vez de esos apátridas de la venatoria a los que no nos han dolido prendas y los definimos como furtivos. Ni por asomo estoy yo pidiendo laxitud o silencio para el furtivo. No es eso. Pero quiero significar que en otros grupos, que se dedican a juzgar con maneras inquisitoriales las actitudes de los cazadores, no tienen nunca nada que comentar sobre ciertos actos de los suyos cuando actúan contra la ortodoxia y el espíritu del común. No veo yo que entre los ecologistas hayan definido con precisión a su heterodoxo; no han puesto aún nombre al conservacionista malvado, que también existe. Y ni siquiera he visto que lo critiquen públicamente. Por poner un ejemplo, ¿cómo definen en ese gremio a los que soltaron a los veinte mil visones de la granja gallega, y recientemente diez mil de otra, hacia una muerte segura y provocando un desastre ecológico? Me consta que entre los conservacionistas serios, a aquellos, no les consideran ni del gremio. Pero no lo airean como nosotros que, si hubieran sido furtivos, les hubiéramos puesto a parir en todos los medios especializados. No he oído una frase de condena a ningún agricultor de Castilla y León después de haber visto la cebada emponzoñada con clorofacinona vertida a voleo por alguno de ellos. Tampoco recriminar a ningún ganadero cuando la rehala que acompaña al rebaño del otro manea la ladera mientras las ovejas carean en el páramo. No quiero decir que nosotros denunciemos siempre. No afeamos públicamente al furtivo para evitar disputas en el pueblo, pero no hay tertulia entre cazadores del lugar que no conozca fielmente a los furtivos de la localidad y sepa de sus andanzas a calzón quitado disparando desde el coche a las perdices, apiolando al conejo o la liebre en media veda, matando a la corza preñada «antes de que la mate otro» o descerrajando una perdigonada al milano porque «esas águilas van a acabar con el coto». Ninguna de esas personas tiene prestigio social en el pueblo, aunque él no lo sepa o se crea lo contrario. A esos que retrato ningún cazador de ley les compra la escopeta de segunda mano, aunque no diga por qué. Los conservacionistas sensibles sufren en su carne con algunos comportamientos talibanes lo mismo que nosotros con el furtivo. No me importa reconocer que he aprendido más sobre las buenas prácticas cinegéticas de ciertos ecologistas que de algunos cazadores. Creo que muchos ecologistas, de igual manera, han aprendido a respetar más a los demás usuarios de la naturaleza a través del comportamiento de algunos cazadores que con el ejemplo de muchos de su gremio, que se creen los únicos custodios del mundo en que vivimos. También estoy seguro que muchos agricultores y ganaderos sensibles sufren con el comportamiento de esos otros. Y esto es así porque el porcentaje de estúpidos es constante en los grandes grupos. Cuando el tonto coge la linde, el furtivo la lupara, el agricultor insensible el saco de la clorofacinona desbocada, el mal ganadero la pócima y el anticaza contumaz la histórica foto de la liebre engarronada o del galgo encorbatado de cáñamo, se puede acabar el lindazo, la caza, la fauna o la humanidad, y todos estos seres contumaces seguirán, por donde solían, intentándonos quimeras. Pues no nos busquen enfrentamientos, que entre sensatos de la caza, la ecología, agricultura y ganadería, no existen desde hace unos años. Agricultores, ganaderos, cazadores, ecologistas y sociedad en general disponemos de una naturaleza común y única, que no admite recambios y, por tanto, nos tenemos que poner de acuerdo para disfrutarla, aprovecharla y conservarla; situaciones que nunca pasan por anular la actividad de los otros. El disfrute sostenible de la naturaleza, que es el bien común de mayor calidad a proteger, debe prevalecer sobre esos otros juegos. Ese objetivo común nos obliga a todos a remar en el mismo sentido. Muchos cazadores nos sentimos tan ecologistas como algunos de los que llevan camiseta con la malvasía grabada.
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