Cuento de Navidad 2010

Ya sabéis que, como no sé dibujar para hacerlo con una tarjeta, lo hago con un cuento para vuestros hijos y nietos…


Aquella mañana nevaba muy despacito, como si el temporal que se cernía sobre la zona no tuviera ganas de abandonar la tierra yerma, cuarteada por la fuerza del sol y las heladas nocturnas. Los animales, escasos en semejante páramo, se entretenían atusándose las plumas los unos y sacudiéndose de cuando en cuando la humedad de sus pellejos los otros. Los pocos de ellos que vivían bajo tierra, dormitaban acurrucados unos contra otros en los túneles que ellos mismos habían excavado y que les proporcionaban un poco de confort y mucha seguridad. Los pájaros, que en pequeño número se atrevían a pasar allí el invierno, estaban casi todos posados en alguna rama parloteando incansablemente y lanzando rápidos vistazos al cielo, no fuera a ser que, de entre la neblina, apareciese la temible silueta del halcón, al que temían mucho más que a la nieve, al hambre y el mal tiempo juntos. Tan sólo los vistosos abejarucos tenían la inmensa suerte de vivir en los túneles que excavaban en los taludes del río medio seco que discurría por el lugar. Aunque, como nadie puede ser completamente feliz, de vez en cuando alguna culebra les hacía una visita que acababa en tragedia. Menos mal que, en invierno, los reptiles estarían en lo más profundo de sus refugios esperando que llegara de nuevo el sol de la primavera y volver a la vida activa. Entre los grupos de aves que conversaban, llamaba la atención uno bastante numeroso en el que un alcaudón ocupaba el centro de atención de la bandada, parada entre las ramas de una palmera con los dátiles ya maduros; por lo que muchas aves pasaban largos ratos picoteándolos y aprovechando después para echar unas pláticas con los amigos. Andaba el orgulloso alcaudón contando una aventura que le había ocurrido hacía un par de días. Por lo visto, en esa ocasión, estaba entretenido clavando en un espino un ratón que se había descuidado, para así comer cómodamente hasta hartarse y dejar el resto pinchado allí para cuando el hambre le apretara. En esas estaba cuando sin saber de dónde había salido, un zorro le atrapó entre sus dientes. Creyendo que había llegado su última hora, se había puesto a pensar qué hacer mientras era transportado en tan incómoda postura. De repente tuvo una idea y probó a ver si la suerte le sonreía. Le gritó al zorro que había oído comentar a unos amigos sobre el maravilloso timbre de voz del raposo quien, al oír tamaño piropo se puso muy ufano. Seguía contando el alcaudón cómo había rogado a su captor que, como última voluntad, antes de que fuera devorado, le permitiese escuchar su voz melodiosa y le sugirió que dijese una frase apropiada para el momento… la frase era «Alcaudón comí»… Los pájaros que rodeaban a nuestro héroe estaban piquiabiertos de asombro ante la valentía de su amigo y deseosos de saber en qué había terminado la aventura. Parece ser que, al tercer o cuarto intento, el zorro, henchido de orgullo, se detuvo en su carrera hacia el cubil, abrió la boca, ocasión que aprovechó el astuto pájaro para escapar, y dijo la frase en cuestión «Alcaudón comí». Y cayó en la cuenta de que le habían engañado cuando desde lo alto de un árbol le llegó la respuesta… «A otro será, que no a mí». El final del relato fue recibido con un jolgorio inenarrable. Más parecía, por la algarabía que se formó con las risas y felicitaciones, que el temido halcón hubiera hecho acto de presencia entre las ramas de la palmera y los racimos de dátiles. Así transcurrió el día. En el paisaje todo estaba en orden. Se oían a lo lejos las esquilas de las ovejas que volvían a pasar la noche en los rediles, al resguardo del ataque de los lobos. Los cantos y los silbidos de sus pastores se entremezclaban con los desesperados balidos de los corderillos que se habían quedado solos en la majada desde la mañana y que ahora, al oír llegar a sus madres, les había puesto frenéticos de hambre y de alegría. También llegaba el mugido de la vieja vaca de los pastores, a la que estos dejaban encerrada en una cuadra y que conocía que le iban a dar de comer a la vez que le aliviarían el peso de las ubres, ordeñándole la leche que luego los pastores mezclaban con la de las ovejas para hacer deliciosos quesos. La ligera nevada había dado paso a un atardecer precioso pero muy frío y un lucero en extremo brillante asomaba ya por el horizonte. De repente, por el lecho del río, se oyeron unos pasos que no eran familiares… todos guardaron silencio para escuchar. Los conejos, curiosos, asomaron la cabeza por las bocas de las madrigueras, estirando sus largas orejas para enterarse mejor. La algarabía de los pájaros se tornó en profundo silencio mientras doblaban los cuellos para mirar mejor al suelo, desde donde les llegaban los ruidos de las pisadas… Los mastines, celosos guardianes del ganado, al llegarles un olor que no les era familiar, se habían subido a los altozanos para ver de qué se trataba. Al cabo de un momento los pasos se materializaron y por el recodo del río casi seco apareció una mujer sentada a lomos de una mula y un hombre a pie que llevaba el ronzal en una mano y una larga vara en la otra. La mujer, que estaba encinta, se sujetaba el abultado vientre con una mano para aliviar las molestias que los vaivenes de la mula a buen seguro le producían. Por la cara de cansancio, se diría que venían de muy lejos. Llegaron al sitio donde estaba la vaca, una especie de zaguán, antes de que lo hicieran los pastores, que se habían quedado entretenidos hablando con un hombre vestido de blanco y que, desde donde curioseaban los animales, parecía que no tocaba el suelo. Por más que afinaban el oído, no podían oír lo que hablaban. El enorme lucero seguía trepando por el cielo y tal parecía que quisiera venir hasta donde estaban nuestros amigos. Se estaba haciendo de noche. Vieron como el hombre y la mujer se cobijaban en el zaguán. Mientras que la vaca y la mula se echaron al suelo. Entretanto, los pastores retomaron el camino de la majada, discutiendo acaloradamente. El hombre de blanco estaba ahora hablando con tres cazadores que venían en dirección al pueblo cercano. A los pájaros les seguía pareciendo, desde la distancia, que no tenía los pies en el suelo. Las lavanderas que, algo más lejos, río arriba, estaban terminando de lavar la ropa, miraban con cara de pavor al extraño. Lo siguiente que oyeron, ya entre dos luces, fue el llanto de un bebé. Se miraron extrañados. Los pastores corrían de un lado para otro, nerviosos. Uno llevaba leche recién ordeñada en un cuenco. Otro preparó un haz de paja y lo acomodó en el pesebre de la vaca. A otro, aunque sea una tontería contarlo, se comprende que se le descompuso el vientre y se fue a hacer sus necesidades detrás de unas retamas. Las hogueras de las torres del castillo de Herodes se encendieron y se veían perfectamente sus altos muros y a los vigías entre las almenas. Allá, allá a lo lejos, apareció una extraña comitiva que venía derechita al portal… parecían camellos a cuyos lomos cabalgaban tres figuras que, por sus vestimentas, diríase que era gente importante. Otros muchos venían andando, sujetando a los camellos. Transportaban cofres y cajas… A todo esto, cuando nuestros amigos, sin reponerse del susto, volvieron a mirar al sitio de donde salían los llantos de niño, observaron con estupor que el hombre vestido de blanco estaba posado encima del portal como si vigilara… Pero lo más asombroso fue que, cuando todo esto estaba sucediendo, de pronto del cielo bajó una luz cegadora, que duró una décima de segundo. Fue como un relámpago pero nunca llegó el ruido del consiguiente trueno. Nadie supo nunca lo que había ocurrido. Pero yo sí y os lo cuento. Resulta que el buen Dios quiso inmortalizar el momento de la venida de su Hijo al mundo y ordenó a San Gabriel que, para conmemorar el acontecimiento, hiciera una foto con flash y la guardara en Mis Documentos- Tradiciones- Montajes del Belén y/o Nacimientos del ordenador personal que existe en la memoria de todos los adultos. Por eso, gracias a que existe dicha foto en la memoria genética de los papás, las mamás y los abuelos, todos los Belenes y Nacimientos de vuestras casas se parecen tanto los unos a los otros. ¡Ah! Se me olvidaba comentar que en un extremo de la foto que tomó el arcángel, se veía algo borroso que parecía un trineo con renos y una mancha colorada encima… Y colorín colorado… Pasad unas Pascuas muy felices y que sigáis sin perder la dosis de inocencia necesaria para sobrevivir. Cartagena 12 de Diciembre de 2010
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