Un pacto por el campo

Los resultados de dos estudios elaborados por el IREC y que publicamos este mes en TROFEO confirman el alto precio que está pagando nuestra fauna, cinegética y protegida, por una agricultura excesivamente agresiva para el medio ambiente a la que nadie parece poner coto.


Como podrán leer, las semillas de siembra se tratan o blindan frente a hongos e insectos con fungicidas e insecticidas que envenenan a las perdices adultas, mientras que las tareas de recolección por parte de las modernísimas cosechadoras acaban con un gran número de nidos de perdices y otras muchas aves esteparias que, ante la ausencia de linderos y perdidos, escogen los tupidos cereales para anidar. Todos sabíamos, o intuíamos, que esto era así, pero los negativos resultados que salen de estos estudios superan las estimaciones más pesimistas y tienen que abrir definitivamente los ojos a unas administraciones que siempre miraron para otro lado. No quiero demonizar a los agricultores, que demasiado tienen con seguir subsistiendo con unos precios que apenas les da para pagar los costes de producción, incluyendo por supuesto las subvenciones que reciben de la Política Agraria Comunitaria (PAC). Es más, aunque las tareas agrícolas y su química perjudiquen a los ecosistemas, también es cierto que ayudan a mantenerlos aportando sobre todo mucha comida que de otra forma no existiría. Pero dicho esto, los agricultores deberían estar obligados, como lo están otros muchos colectivos, sobre todo los cazadores, a respetar ciertos límites. Los cazadores no podemos emplear perdigones de plomo en los humedales porque pueden envenenarse las acuáticas. No podemos llevar perros sueltos en época de veda porque perjudicamos la cría de los animales. O no podemos utilizar determinados métodos para el control de predadores para no dañar ciertas especies protegidas. Son medidas que parecen razonables, y sin embargo los agricultores sí puedan utilizar semillas envenenadas o recoger una cosecha sabiéndose a ciencia cierta que destrozará un gran número de nidos y polladas. No se trata de volver a la agricultura de los años 60 —que era sin duda la mejor gestión cinegética que podía hacerse—, simplemente que los agricultores realicen algunas correcciones en sus actuaciones que en cualquier caso apenas afectarán a sus ingresos. Como se sugiere en el estudio sobre los efectos de la recolección, tan sólo bastaría dejar márgenes entre parcelas, o alguna tira de cereal sin cosechar, o retrasar unos días la recolección, o emplear semillas de ciclo más largo, y en cualquier caso que las semillas se rebocen con sustancias que no maten a la fauna. La PAC tendría que haber fomentado mucho antes ciertas medidas agroambientales, o bien imponiéndolas para poder acceder a las subvenciones o, mejor aún, dando más dinero a quienes las realizaran. Y por aquí debería ir la futura PAC, si es que queda algo de dinero a partir del 2012. En esta misma línea, el campo español necesita de un gran pacto entre quienes viven de él y en él, los que lo disfrutamos, las administraciones y los grupos conservacionistas. Un pacto de respeto y ayuda mutua. El campo necesita a los agricultores, a los ganaderos y a los cazadores para seguir existiendo y no termine convirtiéndose en una selva, pero también hay que seguir erradicando todo aquello que lo contamina y que mata su fauna de forma masiva e incontrolada.
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