Pecadillos de juventud

Andaba yo aquel día andorreando por Toledo, calle arriba, calle abajo… me refiero a la famosa Calle Ancha, que no tiene ni cinco metros de acera a acera…


Pues estaba, como digo, por allí montándole la guardia a una chavala que me tenía más frito que el palo de un churrero. Era la clásica niña, todos habéis tenido la vuestra, que la vieras como la vieras, te parecía guapa. La puñetera no me hacía ni caso. Era yo, a la sazón, borricote, tosco en las maneras y poco diplomático con las nenas… al pan, pan, y al vino, vino… por lo derecho. Alguna reaccionaba tarde a la andanada verbal y, cuando venía a darse cuenta, había caído en la red, como una codorniz cuando entra encendida al reclamo… Pero, chico, con esta mozuela todo era diferente. En cuanto la veía, y eso ya procuraba que fuera todos los días, se me resecaba el galillo, no encontraba las palabras y me temblaban las canillas… ¿Que… qué pasó al final?… que me la bailaron. Pero eso es harina de otro costal. Aquella mañana de sábado a la que me refiero, con un frío que hacía de mil demonios, en vez de entrarme al puesto la pieza que esperaba, me encontré a mi amigo Julio, el Chule. Le llamábamos Ulises —fértil en astucias como nos cuenta Homero—. Y le llamábamos así, con mucha retranca, porque era el tío más desastre de Toledo. Si íbamos a bailar a las fiestas de algún pueblo, teníamos que salir por patas porque al Chule se le había ocurrido meterle mano a la hija del alcalde. Si nos largábamos de chatos por los arrabales de la ciudad, no se le ocurría otra cosa que cogerse un pedo fenomenal que nos obligaba a llevarle a su casa y entregárselo a Doña Paz, que era de todo menos pacífica. Y ni os cuento cuando le daba por dar vivas a la Repùblica para cabrear a los viejos que se encontraban en las tabernas echando una partida al truque. «Oye, me dijo, mis padres se han largado a Madrid a ver a mi abuela y no vuelven hasta mañana a la noche… ¿Nos vamos en tu Lambretta a por unos conejetes y nos los apretamos mañana domingo en mi casa?… Nos llevamos la escopeta de mi padre y si le cojo ocho o diez cartuchos, ni se entera…» La niña era un bombón impresionante pero es que… la propuesta del Chule era un caramelito para alguien que estaba ya loco por el dulce… Total que, primer error. Media hora después estaba esperándole en la plazuela de Andaque, que era donde vivía… A mi madre le conté que iba a comer en casa del otro y que llegaría tarde. Ése fue mi segundo error porque, al darle esa excusa, no me podía pertrechar con la ropa del monte… iba endomingao, que ya me había puesto yo lo más aparente para hacerle tilín a la niña de mis ojos. Trajecito con corbata, zapatos bien limpios y una trenka azul de aquellas que estaban de moda. Cuando llegamos al barrio de Santa Bárbara tuvimos que pararnos a tomarnos un café con leche porque llevaba las manos que no podía ni cambiar de marcha, los ojos llenos de lágrimas del frío que hacía y quitándome de la cabeza las ganas que sentía de darme la vuelta. Irse con Ulises al campo en aquellas condiciones era echarle valor, pero los años mozos le hacen a uno creerse el rey de la serranía. Íbamos a una finca que tenía el padre a la salida de Toledo, camino de Aranjuez y Villasequilla, donde hoy se levanta el polígono industrial. Aquello era un terreno lleno de cerretes bajitos, fácil de andar y atestado de conejos. El guarda, quiero recordar que se llamaba Félix, estaba en la casa aviando los avechuchos cuando nos oyó llegar por el camino. La pobre moto se defendía como podía del barro que había y como no podía ser de otra forma, culeaba y culeaba tratando de salirse de las profundas rodadas, llenitas de agua y barro… Consecuencia, apoyos varios de los pies en el suelo y consiguente ponerte el calzado dominguero de grana y oro. Hasta los corvejones, vaya. «Pero… ¿ande vais a estas horas vestíos de señoritingos?» Ese fue el saludo mientras se rascaba la calva con la misma mano con la que se levantaba la boina… «¿Pero es que no veis como están los carriles de barro pa metelse con el amoto?… Bien sabe Dios que estáis como un cencerro». «Pues nada, Félix, que vamos a tirarles unos tiros a los conejos para cenar pero a mi padre, ni pío, ¿eh?». «Vaaaale, no le digo ‘na’ pero, por los clavos de Cristo, ¿cómo se os ocurre venir con esa ropa? ¿Y el amoto?… ¡¡¡como aguardéis que se le seque el barro de ‘por cima’ las ruedas no la movéis hasta que las ranas críen pelo!!! ¡¡¡ Ande vamos a ir a paral con esta joventú!!!» Otro error. No hacer caso a la voz de la experiencia. La cuestión es que me remangué los pantalones, me subí la capucha del abrigo y con las manos hundidas en los bolsillos, eché a andar detrás de aquel otro loco que, con la escopeta en ristre se disponía a mandar a tres o cuatro conejos al otro mundo. Iba yo imaginando excusas para explicarle a mi madre qué me había pasado con los zapatos y los calcetines que, en aquellos momentos, estaban ya hechos un asquito. La trenka parecía un mapa. Del frío en los pies ni os cuento. No habíamos andado ni doscientos metros cuando se arranca un conejo y Chule, que no era manco, lo vuelca… «Bueno, me dije, no todo va a ser malo”…» Poco intuía que, con aquel mastuerzo como compañero, sólo podían pasar cosas malas. Caminaba yo detrás, a tres o cuatro pasos del otro, cuando hubo que pasar un regato con un chorrillo de agua. Al apoyar el pie para saltar, el buen amigo se resbaló y cayó de boca al arroyete… La escopeta la dejó magníficamente clavada en el barro. Y para no desmerecer su fama de fértil en astucias, se pegó un reconfortante baño de agua con cubitos con su correspondiente ración de cieno… Cuando se recobró del golpe, cuando me mandó a tomar por culo a los sitios más insospechados por reírme y cuando se pudo incorporar del improvisado baño, se puso el muy berzotas a ¡¡¡enjuagar los cañones, sin descargar el arma, para que se les saliera el taco de barro que se había encasquetado al hundir los caños en la orilla opuesta!!! Aquello no acabó peor porque Dios es bueno y tuvo compasión. El pobre Félix arregló como pudo el desaguisado y yo, mientras tanto, con una manguera le quité el barro a la moto y, a mano, empujándola, nos fuimos por una vereda que nos indicó el guarda y que atajaba hasta la entrada a la finca, sin barro. Mientras el hombre nos miraba socarrón con una media sonrisa de esas que te duelen… Como sabrán los que conocen las motos antiguas, éstas, en cuanto olían el agua… ni pensar en arrancarlas. Pues resumiendo, llegamos a Toledo a las nueve de la noche. Empujando la jodida moto, sin comer, mojados hasta los tuétanos y con barro suficiente como para hacer una estatua ecuestre a Ulises… fértil en astucias. ¿La chavala? Al pasar por Zocodover la vi charlando animadamente con un cadete da la Academia de Infantería…
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