El más ilustre cazador de pluma

Estamos amurriados y con la mirada aborrascada, como diría Delibes, el maestro, que éste si que lo es en toda su esencia. Decir algo de este «cazador que escribe» y por escrito, es entrar en una frustración asegurada. Juzgadme por las intenciones más que por el éxito de uno de los escritos que hago en su homenaje.


Creo que fue en 1956 cuando tuve la primera referencia de Miguel Delibes. Mi tío Florentino (a la sazón Jefe de Estación de Palencia) comentó a mi padre, un día de los que vino a cazar al pueblo, su intención de traerle un libro "Diario de un cazador" que se leía en un periquete. Andaba yo aún a pájaros y en tercero de Bachiller. Venía en bicicleta al Instituto Zorrilla de Valladolid donde trabajaba Lorenzo —el protagonista de ese libro que supuso el Premio Nacional de Literatura—, y a quien yo identificaba con aquel conserje real que nos controlaba y que tenía dos hijas quinceañeras que, para uno de doce años y de pueblo, eran dos preciosas mises; dos señoritas para soñar. Buscando entonces identidades, lo leí de un tirón. Desde entonces he leído todo lo escrito de caza por el maestro, con el que he coincidido algunas veces, pues en Valladolid es fácil encontrarse. A finales de los años ochenta cruzaba a diario, raudo, —como entrenándose para seguir al bando de patirrojas— frente a mi oficina de RENFE, que estaba en la esquina sureste del Campo Grande, pulmón de Valladolid, donde iba a pasear hasta que su salud se lo permitió. Han coincidido muchas facetas de mi vida con los escritos de Delibes y me he sentido en alguno de sus libros de caza como uno de los protagonistas. Como tantos otros cazadores. No hay que hacer esfuerzos ni recurrir a la imaginación para meterse en las vivencias cinegéticas tan bien descritas por él. Siempre estuve agradecido a este paisano tan eminente y escritor mayúsculo, porque dedicó su inteligencia y sus mejores palabras a defender lo rural, a la naturaleza y a la caza y, sobre todo, a la perdiz autóctona. Soy de pueblo y cazador, hijo, nieto y familiar de hombres de pueblo, ferroviarios y cazadores y acérrimo defensor de la patirroja silvestre. Tal vez, por eso sentía complicidad con algunos de sus personajes pues, también, he ido a cazar en tren con mi padre y mi hermano y con el perro amonado bajo el asiento. Se oía al expreso de Galicia en mi pueblo y luego en Valladolid, como Lorenzo, todas las noches de ábrego o de tormenta y, sobre todo, las anteriores al día de caza. Tampoco era necesario despertador en casa. «Madrugar. Para el cazador no es sacrificio madrugar. El sacrificio es acostarse la noche del sábado». Delibes, que en paz descanse, ha influido en mi formación intelectual mucho más de lo que yo haya podido manifestar aunque le he citado en múltiples escritos. Este ilustre vallisoletano ha sido determinante en mi vida cinegética y una de las enciclopedias donde he intentado aprender a escribir y a decir cosas de la caza. Ser escritor es otra cosa, un don que nos está negado a la mayoría. Escribir "El Hereje" sólo lo ha hecho uno. En junio de 2001, glosando una convivencia con S. M. el rey en Castillejo de Robledo, escribí en la sección "Cazar en Torozos" de FEDERCAZA un párrafo que mantengo ahora más vivo que nunca: "Miguel Delibes, cazador y escritor universal, ha sabido trasmitir su gran afición por la caza y, a la vez, su enorme compromiso con la defensa de la naturaleza. Y esto coincidiendo en los años clave, la década de los setenta, cuando los ecologistas iniciaban la batalla contra el deterioro medioambiental y contra la caza. El peso de lo escrito por una autoridad como Delibes —defendiendo a la vez la necesidad de respetar a la naturaleza y la posibilidad de ejercer una caza compatible con ello—, no fue jamás contestado por nadie y nos sirvió a los cazadores para exhibirlo como bandera y empezar a hablar de ‘ecologistas-cazadores’. Ha sido Delibes quien más ha hecho posible ese nombre de conservacionistas y cazadores, del que tantos hacemos gala". El autor de "Las perdices del domingo" y de "La caza de la perdiz roja", ha sido un defensor a ultranza de la perdiz autóctona y uno de los que seguramente ha influido en que mi vida federativa haya sido, y es, una lucha constante por proteger a la perdiz roja silvestre que cazábamos, cada uno en su coto, compartiendo linde y bandos aquí en Torozos, entre su último coto rayano con Berceruelo, donde cazo desde hace treinta y siete años, y donde espero seguir cazando perdices bravas otros muchos. Algunos cazadores responsables hemos desgastado parte de nuestra vida, como tantos otros, corriendo tras las perdices durante la caza placentera y, a la vez, con el mismo ahínco nos hemos puesto delante del bando para protegerlas de las malas artes y mañas y de muchos de sus manipuladores interesados. Delibes fue el primero. Como es imposible que dos cazadores coincidan en todas las dimensiones y aristas que proporciona la caza, hemos tenido alguna discrepancia trivial. Una tarjeta, de las que conservo, bastante afectiva, recibida de Delibes y su elección de nuevo cazadero, me hicieron pensar hace tiempo que aquel ligero desencuentro fue algo nacido por las artes de algún tercero interesado, que aprovechaba su amistad. Podía considerarse a humo de pajas, como diría el maestro. Asistí con Manuel Andrade a la entrega que le hicimos en Valladolid del merecido Carlos III. He leído en Trofeo lo que escribe, tan bonito, su hijo Germán, un caballero de la caza que sólo practica la menor, y es muy querido y ponderado en estos pagos por todos los que han formado mano con este arqueólogo y su hijo, cazadores en coto, también rayano, con el que compartimos linde y perdices los de Berceruelo. A él, a sus hermanos Miguel, Ángeles, Elisa, Juan, Camino y Adolfo, y a todos los demás familiares, les mando un sentido pésame. Cuando subía las escaleras del Ayuntamiento de Valladolid —en una cola abigarrada que hemos formado decenas de miles de vallisoletanos para dar el último adiós al ilustre paisano—, pensaba en "Los Santos Inocentes", tan replicados realmente en toda la España rural y en "El Camino", uno de los libros que más me ha cautivado. Me vino a la mente la muerte de uno de los protagonistas y la idea de Daniel ‘el mochuelo’ metiendo el tordo (el jilguero en la película) en el ataúd de Germán, otro que también anduvo siempre a pájaros, junto a otro hijo de herrero. Si hubiera sido el caso, para el maestro, habría que haberlo hecho con un pájaro perdiz silvestre, ese que anda en precario por Castilla y que el escritor defendió en tantos libros, provocó sus pasiones y esta bonita sentencia: "Lo que un cazador es capaz de hacer por una perdiz no puede imaginarlo más que otro cazador" ¡Que en el cielo le veamos!
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