De caza con la caza

Y se abrió la veda. Un buen día un ministro fue pillado in fraganti y tuvo que dimitir; ese ministro era, además, el Ministro de Justicia. Pero, ¿por qué dimitó el Ministro de Justicia?


¿Dimitió por haberse gastado 300.000 euros del erario público en reformar su ático? ¡Quiá! ¿Dimitió por ser el Ministro que puso en solfa a los funcionarios de Justicia, colapsando su administración en este país? ¡Quiá! ¿Por ser el Ministro que soportó la primera huelga de jueces de la historia? ¡Quiá! Tuvo que dimitir por haber cazado sin licencia en una comunidad autónoma, lo que sirvió, de paso, para que los popes que nos dirigen se dieran cuenta de la aberración que significa tener que sacarse diecisiete licencias para cazar en España. Ahora, el que está en el punto de mira es el director general del CNI, Alberto Sáiz. Pero, ¿está en la cruz porque se reformó su chalé por un importe de 300.000 euros con cargo al erario público? ¡Quiá! ¿Porque nuestro servicio de inteligencia no es capaz de descubrir una célula de Al Qaeda en un convento de clausura? ¡Quiá! Está en el visor porque ha sido denunciado por cazar gratis total en Mali y Senegal. Ya es de risa que el jefe de los espías no sepa ir de incógnito, pero lo es más que su cargo dependa de un facochero no abatido. «Mi reino por un caballo», gritaba Ricardo III. «Mi puesto por un ‘venao’», parece que gritan nuestros administradores. Los de ahora… y los de siempre. Todos estos episodios nos reafirman en la importancia que, para el hombre, tiene la actividad cinegética; y es que, lo queramos o no, lo disfracemos o no, somos una especie y como tal nos comportamos. Dice un refrán: «Tiran más dos tetas que dos bueyes de una carreta»; en nuestro caso, las tetas que tiran son las de la abuela Lucy. Shakespeare escribió: «lo saben todos y ninguno evita / el cielo que al infierno los destina»; talmente parecía que se estaba refiriendo a la incontestable dependencia que puede suponer la caza, sobre todo para los altos cargos de la Nación. Y es que, parodiando a un anuncio de televisión, podríamos decir eso de: «unos trajes, 6.000 euros; un coche, 50.000 euros; la reforma de un piso, 300.000 euros; el ver amanecer con la brisa de cara, la solidaridad con tu cuadrilla de caza, la emoción de un niño ante su primera salida cinegética, eso, no tiene precio. Para todo lo demás, los Presupuestos Generales del Estado». ¡Ah, la caza! Esa cosa impredecible que hace que el ser humano, como nuevos tenorios, suba a los palacios y baje a las cabañas detrás de unas sensaciones indescriptibles y a las que es difícil ponerles freno. ¡Oh, la caza! Si yo puedo, para tu honor y mi gloria, he de escribir una historia en un mesón de Toledo. Y el Huésped del Sevillano escribió una novela que, alegóricamente, podríamos aplicar a nuestra actividad, porque da la sensación que la caza, cual rediviva Constanza, se ha convertido en la ilustre fregona del panorama político actual. Y es que la caza, en la sociedad actual, se está convirtiendo en sentimientos que, como las olas del mar, unas veces en calma y otras en marejada, vierten sus aguas a la arena de las playas. Quizá todos estos episodios a alguien le hagan reflexionar sobre la imposibilidad de parar las olas del mar con la mano. Hay una ecuación matématico-filosófica que asegura que el hombre dividido por sus miserias tiende a cero; se le podría añadir otra que dice que el cazador multiplicado por su soledad tiende a Dios. Y eso, no hay cargo que lo iguale.
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