Una imagen buena

Nos había seducido a la mayoría y teníamos de ella la mejor imagen posible, entre otras cosas, porque nos hacía el transporte gratuito y nos traía un hijo, sin necesidad de billete, desde París. Me refiero a la cigüeña blanca (Ciconia ciconia), uno de los predadores más crueles, después del ser humano.


Folclore, fábulas, tradiciones y refranero han presentado siempre a la cigüeña vinculada fraternalmente a los humanos. Su labor predadora sobre reptiles, langostas y saltamontes ha sido vista siempre con muy buenos ojos por el agricultor. Su presencia en todos los medios urbanos, pueblos sin vecinos o grandes ciudades, crotorando —haciendo el ajo— sobre el nido situado en el campanario y sacando adelante dos o tres cigoñinos, ha familiarizado y dulcificado su imagen de ave descompensada por sus largas patas. Pero para algunos verlas ha sido un suplicio. Y no me refiero a los cazadores, dado su carácter de excelente predador. Lo digo porque hace unos años, cuando estaba más arraigada la leyenda y la visión más seráfica de la cigüeña, asociada a su relación con la llegada del primer vástago, más de un padre reiterativo les ha arreado un trabucazo, tras recibir la tercera niña, a pesar de que dijera el poeta que los hijos en el campo son riqueza. Sin duda, se refería a los varones, porque entonces el campo requería mano de obra. Hasta hace 30 años la cigüeña joven primero y las veteranas después, se iban hacia África, a principios de agosto, huyendo de la dehesa, la estepa o la vega peninsular, porque llegaba la estación en la que el grillo se silencia, los saltamontes desaparecen, el caracolillo y el reptil se meten en cualquier hura, la charca se hiela y los pollitos ya no se dejan engullir alegremente porque vuelan. Había que buscar el alimento en el continente donde no hace frío. Pero todo cambió drásticamente cuando inventamos el vertedero. La urbanidad ha beneficiado a la cigüeña blanca, o común, que antes nos visitaba cíclicamente y ahora se ha quedado con nosotros todo el año. Hubo una etapa, en los inicios de la sensibilidad ecologista, en la que el declive de la cigüeña se achacó al progreso y a lo malos que éramos algunos cazadores, a pesar de que normalmente —excepto esos padres frustrados— nadie la puso en el punto de mira. La cigüeña fue bandera antes que la avutarda, y muchos grupos ecologistas cogieron su nombre en castellano o latín para crear un grupo en su defensa. La cosa no era para menos. Entre 1950 y 1975 la población de cigüeñas bajó a la mitad (Bernis 1981) y siguió decayendo hasta 1980. A partir de ese año se inicia una recuperación espectacular que dobla la población en diez años y la ha vuelto a doblar en los diez siguientes. Van camino de ser plaga, aunque aún no colonizan todo el territorio que pueden pues además de su ausencia de la islas, no hay tampoco en parte de Galicia, ni casi en la cornisa cantábrica, ni en el arco mediterráneo. En Extremadura y en las dos Castillas hay cada vez más cigüeñas, hasta el punto que hay pueblos donde nunca hubo nido, como en el mío, y ahora hay cinco sobre el tejado de la iglesia, con peligro para los asistentes a la misa los días de vendaval. No oigo ninguna medida de precaución ni control poblacional, ni de protección del patrimonio, por parte de nadie, aunque las plagas no suelen ser buenas nunca para nadie, pero menos para las propias especies. Me dirá alguien que aún no hemos llegado a lo que se considera plaga, pero estamos en ello. Los vertederos de las ciudades aseguran la comida todo el año y la mayoría de las cigüeñas no se exponen a un itinerario de regreso invernal, y vuelta a criar en enero, de miles de kilómetros. Se quedan entre nosotros produciendo un quebranto sobre muchos edificios. Hay miles de cigüeñas en agosto comiendo en el vertedero de Valladolid y cientos de ellas durmiendo en la herreriana Catedral que recoge sobre sus cúpulas y gárgolas todo el material infecto que traigan entre las patas. He visto cazar a las cigüeñas en perfecta formación maneando la alfalfa, un perdido o la cebada engullendo a todo lo que salta o se amaga. Casi un centenar seguían a los tractores durante la arada haciendo una excelente labor de control en estos años atrás de explosión de topillos. Vaya lo uno por lo otro, aunque no tengo ninguna sensación de que sean un peligro para la fauna, lo veo más para las personas. Decía al principio que era un ave cruel por varias facetas de su biología reproductora. Es capaz de matar a cualquier otra que intente ocupar su nido. Los machos se pegan con los machos hasta que el más herido se retira, pero si lo que llega es una hembra a un nido ocupado, el macho se pone a la distancia, espera que ellas luchen como fieras y aunque pierda y quede medio muerta la que era hasta entonces su compañera, el macho de inmediato se aparea con la vencedora de la contienda. Con las crías hay muestras de selección nada angelicales. Ponen de uno a siete huevos, cada dos días, que incuban durante treinta y cuatro. Lo pollos van naciendo con intervalos de dos días y el alguacilillo viene al mundo cuando sus hermanos tienen una semana. Los padres dan de comer a los mayores y lo normal es que el benjamín muera de inanición, siendo engullido de inmediato por uno de los padres. La naturaleza, las especies y la caza pueden ser crueles y de suyo lo son. Nunca debe serlo el cazador y, con carácter general, ninguno lo es. Pero tampoco debe nadie inculcarnos cultura dirigida de bondades angelicales que, ni Bambi, ni las cigüeñas, ni la mayoría de los animales tienen. Simplemente que nos informen y documenten correctamente y cuando alguna especie empiece a ser peligrosa como plaga, que los custodios de la naturaleza nos cuenten cómo quieren, o cómo consideran que es la mejor manera de resolverlo. Y no es haciendo mutis, como hacen siempre cuando ya no hay que amparar, sino reducir a una especie.
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